Época de sequía. Historia erótica de Inés

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Por Inés

Deja de agitar su mano entre sus piernas y la acaricia. La humedad que baña su vulva y la cama, sus ojos apretados, sus gemidos que mueren, todo tiene su olor. Y mientras ella intenta escapar de su estado alucinado, roza con su pene su vulva indefensa y abierta. Una caricia de un instante antes de tomar sus caderas e introducirse en ella de un golpe, de arrancarle un grito ahogado y estremecer el cuerpo cálido y vital de esa mujer, que se estira hacia atrás, abriéndose aún más, dispuesta a morir de nuevo.

Termino la frase y releo. No siento nada, no me provoca nada, es basura. Presiono una tecla y la pantalla está nuevamente en blanco. Mi cuerpo está aún más tenso, me duele el cuello y la espalda; reviso ideas que no me gustan, harta de recordar cuando podía desmembrar un instante en mil chispazos que luego convertía en historias. Deja de agitar su mano entre sus piernas. Mierda, es mierda. Cierro los ojos y recuerdo como nacieron las primeras historias. Me despertaba sudada y excitada de encontrar imágenes aún en mis sueños, figuras y formas que escribía hasta vaciar mi cabeza y por fin poder dormir. Al día siguiente un nuevo juego: Acaricia entre sus piernas la humedad de su vulva. Sus ojos apretados, sus gemidos que mueren. No. Acaricia sus piernas, su vulva, aprieta sus gemidos, su olor. No. De entre sus piernas aprieta su vulva, la exprime, sus ojos se aprietan y ella gime. No, no, ¡NO! Parezco yo misma el mal amante de quien tanto me burlaba, un burdo pedazo de carne incapaz de transmitir el fuego que no tiene, pero que en mi caso perdí. ¿Dónde se fue la intensidad que antes surgía con un chasquido? Su vulva indefensa y abierta. El viento, la gente, los autos, todos los sonidos familiares me recuerdan que el tiempo sigue corriendo. Desde hace semanas mis ojos tropiezan con la misma plaga de letras anémicas que terminan desapareciendo en una pantalla de permanente y brillante blanco. Su vulva indefensa y abierta. Salí a la ciudad, recorrí sus calles, busqué distracciones, sonrisas y conversas que se acompañaban con tragos que mostraban el camino. Su habitación, la mía, la de un hotel. Mordía, gritaba y gemía sin poder llegar a ese estado que extrañaba, y que sin embargo podía ayudarlos a alcanzar. Abracé a cada uno y soporté su aliento, hasta que se iban y me dejaban convivir conmigo misma, con mi vulva adolorida y mi cabeza y mano vacías. Sus ojos apretados, sus gemidos que mueren… su estado alucinado.

Me quedo junto a la ventana, atenta a la gente: caminan, hablan, ríen yendo de un lado a otro. Imagino cada parte de mí recorriendo un camino similar, dispersándose riendo, mientras ese algo yo desaparece como una ciudad vieja que abandonada pierde sus recuerdos. No siento, no huelo, no gusto, ni camino… floto con miles de imágenes borrosas que no desaparecen, un humo difuso de colores opacos que guardan la forma de mis brazos, de mis ojos, de mi pecho, de mi sexo. El cuerpo cálido y vital de esa mujer. Escribir cada historia me transformaba en protagonista y personajes, cada uno era un pedazo mío que vibraba y se agitaba hasta llegar al punto final, y en ese momento toda yo lanzaba un suspiro, aliviada.

Hoy no es distinto a los últimos días, cierro la ventana y me aprieto contra el sofá para no sentir frío. Todas las luces prendidas y el silencio vuelven más amplio el departamento. Fijo la mirada para distraerme, poco a poco pierdo toda noción, quedándome lentamente dormida. Despierto sobre un colchón de hojas húmedas, cubierta por árboles que cubren el cielo oscuro. Apenas puedo ver. Contengo la respiración para escuchar mejor y en medio de todo el silencio siento a alguien ahí, en medio del bosque, esperándome. Intento abrazarme y me doy cuenta que estoy desnuda, mi cabello ha crecido y me cubre las rodillas. Un silbido explota agudo a mi espalda y se aproxima. No tengo nada con qué defenderme, corro. Salto en la selva y atravieso maleza y ramas, hundo mis pies en el fango, las ramas me cortan, pero no me detengo. El zumbido se acerca, más y más próximo a cada segundo. Me baña una escarcha de sudor frío y la maleza me estorba. Árboles y más árboles, y no puedo distinguir nada, ni un pedazo de cielo por algún lado. Hace frío. Mis piernas están por explotar y mi pecho apenas contiene a mi corazón, que late asustado. El vibrar del horrible ruido toca ya mi espalda. En un parpadeo los árboles se vuelven de un mortecino rojo opaco, inmensos, eternos, invencibles. Pierdo mis fuerzas y caigo; y eso se abalanza sobre mí. Me arranca la piel, me destroza. Lucho contra el fango y ese agudo sonido que me hiere; y cuando consigo voltear, ahí está ella, informe y parecida a mí, un alarido que me arranca músculos y cabello sin producirme más dolor que el de su risa macabra y aguda. Mi cuerpo desaparece frente a mí, la sangre me riega toda y abro la boca pero no produzco ruido. Entonces grito, lo hago con mi cuerpo, lo que queda de mí, respondo a su violencia con mis uñas y dientes, que se clavan en ella, ese alarido que ahora aúlla de dolor.

Despierto. El departamento sigue iluminado y en silencio, nada ha cambiado. Sin embargo, mi espalda está pegada a mi ropa y mi corazón late de prisa. La imagen del sueño está ahí, latente en mis manos que tiemblan. Doy un par de vueltas antes de sentarme nuevamente frente a la computadora (no quiero hacer otra cosa). Recupero lo que había escrito y releo. Me quedo unos minutos pensando y retomo la última frase: dispuesta a morir de nuevo. Escribo.

 

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